OPINIÓN / Pedro

Por José Cruz

La noche de viernes siguió su curso indomable hasta convertirse en una sutil madrugada que, lentamente, acariciaba el alba del sábado; los recuerdos no paraban en la memoria de Pedro, iban y venían como ráfagas de vientos cargados de sentimientos y emociones que se mezclaban con el humo del cigarro, con la nostalgia de un difícil pasado y con el amargo sabor de la cerveza; sentado en un banco y recargado en la barra de aquel bar, rodeado de extraños que alegres parloteaban y cantaban, Pedro, taciturno, seguía sumido en sus recuerdos; el ruido del lugar no lo distraía; aunque él mantenía su miraba clavada en el viejo televisor Sony del aquel bar, su cabeza navegaba otras aguas; su mente viajaba del presente al pasado en un recorrido elíptico; su rostro, aunque sereno, reflejaba preocupación, nostalgia y melancolía.

Justo esa tarde de viernes, en vísperas navideñas, lo había despedido de la empresa en donde laboró por veinte años. Pedro, decidió ir a refugiarse a un bar y tratar de pasar desapercibido mientras asimilaba aquella preocupante noticia. Cuando el alcohol de la cerveza transitaba plácidamente por su cuerpo, un carrusel de emociones comenzó a recorrer su ser; su mente era asaltada por recuerdos que aparecían en su cabeza de manera desorganizada y dolorosa; cerró los ojos, y sus pensamientos volaron hasta esa noche de navidad en la que su familia y él, solo cenaría bolillos duros y café, y hoy, otra navidad igual acechaba en la oscuridad. Aquel trabajo le había cambiado la vida, le permitió ofrecerles a sus padres y hermanos, navidades alegres y de abundante comida: tamales, carne asada y camarones, aquello era un festín, risas y regalos, amenizaban la noches, algo que en la lejana infancia nunca había tenido.

  Su mente lo situó en otro tiempo, en la adolescencia; recordaba los paseos con su familia por aquellos rumbos de la presa de Tijuana. En esos tiempos, de austeridad forzada por el desempleo de su padre, el ir a pescar a el lago que se formaba justo debajo de esos gigantes de concreto gris, que eran las compuertas de la presa, ayudaba aminorar la pobreza y la incertidumbre del saber qué comerían en aquellas tardes de verano…en ese lugar, sus hermanos y él, perdían la noción del tiempo. En su memoria aquel lugar parecía un oasis; estaba rodeado de grandes piedras, pequeños arbustos y juncos; la tierra de sus alrededores era de color naranja, muy seca, pero a la vez, el lugar lucía verde por la abundante vegetación; su agua era cristalina, limpia, tan clara que se podía ver sus rostros reflejados en ella; en ese lago abundaban mojarras y lobinas, mismas que había que pescar si se quería comer algo por la tarde; así que, con un hilo de nylon atado a una vara, un anzuelo y una lombriz como carnada, la familia entera se ponía a pescar. Cuando el sol comenzaba a caer y la tarde ya refrescaba, emprendían el regreso a casa con los frutos de la pesca clavados en una rama. Hacían una primera parada en una panadería para comprar unos bolillos; la segunda parada era en la tiendita de la esquina para comprar una “Coca”; al llegar a casa su madre freía los peces, y se los servía acompañados de un bolillo, un vaso de soda, un limón partido por la mitad y salsa Valentina… Mientras su pensamiento caminaba por aquellas laderas del pasado, su expresión cambió un poco, sintió una punzada en la boca del estómago y pensó, “la felicidad está en las pequeñas cosas”: sonrió. Aquellos paseos los alejaban de las tristezas del día a día, de las peleas de sus padres por el “refri” vacío.

Una voz amigable lo saco de sus cavilaciones, “amigo, en 15 minutos cerramos…”-dijo el cantinero, Pedro, respondió con un triste ademan; tomo lo que quedaba de cerveza en su vaso, dejo algo de propina y, con el cuerpo triste y los pensamientos ebrios, salió de aquel lugar, lenta y tambaleantemente.

Ya afuera del bar, mientras una ventisca helada golpeaba su rostro, recordó la frase que su padre siempre le decía cuando la vida se torcía… “ya vendrán tiempos mejores”. A la distancia, la neblina que, tenuemente se esparcía por los recovecos de la calles, provocaba que los transeúntes se perdieran en ella como espectros fantasmales: todo se miraba borroso y gris; algunos bares aún estaban abiertos; se escuchaba la música y la algarabía; Pedro, sintió el impulso de entrar en algunos de ellos, pero decidió mejor ir a casa; al caminar unos metros y perderse entre la bruma, escuchó las notas de una melodía que le sonó familiar; se detuvo, puso atención, pero no lograba recordar el nombre de aquella canción, siguió caminando y la melodía se escuchaba más nítida, más clara, he ahí que en su mente apareció el nombre…el “Bolero Raquel”; parecía que venía de todos lados; se mezclaba con el frío, con la neblina y con sus emociones aún rotas; aquellas notas lo animaron, y ya desinhibido por el alcohol, decidió, al cobijo de la madrugada, bailar al ritmo suave y lento del Bolero de Raquel, emulando al gran Cantinflas; movía sus brazos en una combinación de baile flamenco, danza árabe y hawaiano; algunas personas lo vieron con extrañeza; “borracho loco…” dijeron, y sí, estaba borracho y loco… por unos instantes olvidó el desempleo que le esperaba y se entregó a la felicidad que le estimulaba aquella pieza de música; hacia girar su cuerpo y la cabeza, con estilo lento, pero con los cuidados necesarios para no caerse…¡él sentía que flotaba!…¡él era feliz…!; se sintió jubiloso y contento, una gran sonrisa le nació en el rostro, sintió su corazón lleno de compasión por sí mismo. “El bolero” iba terminando…al igual que él terminaba su baile “loco y feliz”…Se detuvo, alzó el rostro, respiró profundo y exhaló, mientras recordaba aquella frase que leyó en la novela de Capote, “la vida es el hálito de un búfalo en invierno”; relajó su cuerpo y liberó sus preocupaciones…cerró los ojos y pensó… “El lunes veremos qué pinche pedo…”

Siguió andando, llego a la famosa plaza Santa Cecilia, esa que, en las tardes de fines de semana, se llena de turistas americanos, “pochos”, asiáticos, afroamericanos y de tijuanenses que se reúnen ahí para comer, tomar, “jalar el norteño”, el mariachi y, en la cual, cantantes amateurs y aficionados, ofrecen pequeños conciertos que animan el alma y alejan las preocupaciones del día a día; también se pueden encontrar en el piso, las manos inmortalizadas en cemento de varios “famosos” del mundo artístico de México; hay kioscos color rojo y amarillo, en los que venderos de artesanías ofrecen “curios” a los visitantes; el lugar se convierte los fines de semana en una verbena popular; un depositario de raíces de lo mexicano, un micro viaje por las tradiciones del terruño. Pero de noche son otras las “cosas” que se ofrecen.

Aún con veinte mil cosas en la cabeza, Pedro atravesaba la plaza, cuando escuchó un “sh,sh,sh…”; giró su cabeza para localizar de dónde venía ese discreto llamado… “sh, sh, sh…” el sonido provenía de uno de los kioscos, que en la noche, son como pequeñas islas en las que la hermosas sirenas nocturnas acechan a los “marineros”, que salen de los bares después de navegar las traicionaras mareas del alcohol; ellas, con un canto suave e hipnotizador pronuncian aquellas breves frases: “sh,sh,sh, hola, ven, mira…ven, shhh, mira ven, ¿no te gusto?”; Una de ellas logró atraer la atención de él; era morena, de cabellos caoba, ondulados y abundantes, su mirada era joven y curiosa; pero lo que desarmó y cautivó a Pedro, fue la sonrisa de aquél ser. Su corazón afligido comenzó a acelerarse, se puso nervioso, sintió un leve temblor en las manos; la sirena se acercó a él y le tomó las manos  con amabilidad  y viéndolo a los ojos preguntó  – ¿tienes frío mi niño? –, él contestó – no…La sirena y el marinero, se engancharon…ambos quedaron ensimismados, viéndose no a los ojos sino al alma rota que cada uno tenían y que ambos reconocieron  en ese breve espacio en que todo se detiene…La sirena empezó a templar, y no fue de frío…ambos no sabían que decir…ella, lentamente,  soltó las manos de Pedro, como cuando no se quiere dejar ir algo que uno atesora y sabe que si lo deja ir, lo perderá para siempre: algo le apachurraba el corazón.

La sirena entendió que aquel hombre había dejado de ser un marinero más, y con tristeza y melancolía, le dijo, – ya es tarde, ve a tu casa, vete con cuidado…Pedro, quiso tomar sus manos de nuevo, pero la sirena lo rechazó. Él, le pregunto cuándo podía volver a verle – ella, desviando la mirada y con algo de pena, respondió – siempre estoy aquí por las noches… Vendré a buscarte, le dijo Pedro…La sirena, tomó el rostro de Pedro en sus manos y le dio lo que quiso ser un beso…Aquel roce de sus labios fue como un relámpago, como un corto circuito; al sentir la cercanía de aquella boca que lo despedía en esa madrugada gris, sintió un escalofrío en todo su cuerpo; los sentimientos se le revolvieron: amor, felicidad, nostalgia, miedo, paz. Él, metió sus manos a los bolsillos del pantalón, le dio la espalda y comenzó alejarse de ella despacio como no queriéndose ir; de vez en vez volteaba para verla y lo que iba dejado atrás, era solo una silueta que se iba perdiendo en los brazos de la neblina.

Aquel encuentro lo había tomado por sorpresa, no recordaba haber tenido una experiencia así en su vida. En su mente iba repasando los rasgos de aquel ser hermoso, para no olvidarlos y reconocerlos cuando regresará al día siguiente a buscarla. Pensaba en que la invitaría a salir, a comer, al cine, a pasear a la Plaza Río, se le iban ocurriendo varios lugares a los que podía ir a platicar y pasar más tiempo con ella…mientras estaba en estos pensamientos, de su boca brotaron sonrisas, como hermosas mariposas, de esas que aparecen de la nada, de manera espontánea, dándole color y alegría a la vida.

Justo estaba Pedro, a una cuadra del lugar en donde tomaría el taxi rojo, de la ruta Pinos-Presa, sintió la presencia de algo detrás de él, quiso acelerar el paso, pero una mano lo tomó por el hombro y, lo que parecía una punta metálica, se le clavaba justo a la altura de la cintura. Escucho una voz -“no te muevas pendejo…saca la feria o vas a valer verga…”,-“simón compa, ahí está la cartera llévesela no hay pedo”-…respondió Pedro. El ladrón le sacó la cartera, en ella encontró solo cien pesos y encabronado, sacudiendo a Pedro, le murmuró, “es todo lo que traes pinche perro…”, mientras le revisaba las bolsas del pantalón, encontró el celular y se lo quitó…a lo que le siguió una embestida de tres puñaladas rápidas y profundas…Pedro gimió de dolor, se dobló por la mitad y cayó sobre la banqueta fría y mojada por la neblina. El delincuente corrió y se perdió en la negrura de la madrugada. Pedro se revolvía de dolor, intentaba gritar para pedir ayuda, pero sólo salían de su boca diminutos quejidos; intentó arrastrase, lo cual logró algunos metros, pero iba perdiendo fuerza cada que vez intentaba de nuevo, hasta que ya no pudo más; se puso boca arriba, lenta y sutilmente, la vida y la sangre lo empezaban a abandonar: su mirada se apagó.

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