Opinión | La Comedia Humana

Por Carlos E. Martínez

Solo en la madrugada hubo cinco homicidios en la ciudad, algunos otros probablemente murieron de COVID-19 u alguna otra enfermedad, quizás a unos les agarró de imprevisto, podían estar haciendo algo y de pronto -bang- se terminó. Tal vez unos tuvieron mejor suerte y alcanzaron a despedirse; o tal vez tuvieron peor suerte y todo ese tiempo repararon en la soledad de una vida que termina. Para el caso, parece que está de moda morir y, al mismo tiempo, a nadie le importa.

            He prendido lo que será el primer cigarro de probablemente seis, realmente no sé fumar, pero sospecho que si hubiera una cámara en mi habitación, me vería más interesante con eso en la mano que con un vaso de leche. Quizás un té podría servir. Solo me distraigo. Un perro ha comenzado a ladrar a lo lejos, eso me recuerda que debo encontrar una forma de sobrevivir.

            Alguien alguna vez me dijo “si quieres librarte del dolor, solo tienes que soltar el pasado, no te aferres a algo que ya fue”. En su momento, con la estupidez de la edad, tenía sentido para mí. ¡Pero es que no conozco ninguna otra cosa de mí que no sea el pasado! El pasado, muy pasado, no duele, y quizás eso es lo peor, que no sé qué duele ni qué mata.

            Aunque la ciudad esté en semáforo rojo, hay demasiado ruido. Puede que por eso nadie escuche el llanto de quien llora a sus muertos; los gritos de las madres y familiares que exigen justicia; la desolación de las familias que no saben si comerán al día siguiente. A la par, hay una epidemia de tristeza en la ciudad. Los números rojos de quienes hemos olvidado o ni siquiera notamos, ya escurren sangre. Se apagan los latidos.

            No sé el porqué, pero quiero encontrar una forma de sobrevivir, en voz alta digo que quiero ayudar y aportar algo a la ciudad; en mis pensamientos busco algo, o alguien, que sirva para reparar la gotera. Miro por el balcón, veo acercarse la motocicleta con mi comida, veo a un indigente sentado en mi entrada. Por un momento su vida me resulta más interesante.

            Hay quienes dicen que la mera existencia es un propósito, otros que es a través del trabajo que uno puede darle sentido a sus acciones y otros, como yo, que solo un día caímos en cuenta que estábamos vivos y no supimos qué hacer con eso. No sé si fue triste, cómico o irónico, pero ocurrió.

            Tomé del repartidor mi comida, le di 15 pesos de propina ya que estaba lloviendo. El indigente se había pasado a las escaleras de al lado, para dejarme pasar, y escuché su curiosa pregunta, “¿Cuánto cuesta esa comida?”. A lo el repartidor respondió “pues depende, cada quien hace sus pedidos y cambia el precio”. “Eso que le dio al joven”. “Su nota decía 180”. “No pues no me alcanza”, respondió el indigente. “No pues si a mí tampoco”, le contestó el repartidor y se marchó, probablemente a dejar otro pedido que tampoco podría costear.

            En un inicio, el ruido de su motocicleta acallaba a mis cavilaciones y me hacía consciente de mis necesidades: hambre. Ahora, al marcharse, el ruido de su motocicleta me hacía consciente de que algo en la vida estaba mal, no solo en la mía. Debía apurarme a comer y regresar a pensar. La lluvia se intensificó y con ello, el flujo de la gotera. A lo lejos una sirena y el ladrar de los perros.

            Quizás lo único que nos queda, que me queda, es recordar que hubo otro tiempo, uno mejor. En el cual uno ni siquiera se preguntaba si estaba o no, solo estaba, pero ¿qué hacer con los ecos que el ruido acalla? Siento algo fuerte, pero no sé por qué lo siento y trato de entender, y lo intento.

            Me he rendido. Escucho en las noticias que todos esperan que al finalizar el confinamiento la población habrá cambiado; solo puedo pensar en que todo va a seguir igual. Cada aventura, experiencia, acción, suceso, travesía, viaje, exploración, tendrá el mismo fin: dejar de percibir la soledad, la alienación a la cual nos hemos agarrado. Para no ser el repartidor, para no ser el indigente, para tratar de “ser” y, al final, es más lo que perdemos.

            Ahora que prendo el 3er. cigarrillo, planeo que sea el último porque la cubeta se ha llenado y es inevitable vaciarla, pienso en que lo mejor, para tratar de sobrevivir, es aprender a imaginar que alguna vez habrá otro tiempo, uno mejor. El sol comienza a salir, pero no sé si será capaz de reparar las heridas de la ciudad. Al final, creo que nuestra mejor herramienta, la que si viene integrada en nosotros, es olvidar y ese es el destino. Porque nadie nos ha enseñado a amar ni a sobrevivir.

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